Let me go, Ernő

lunes, 4 de junio de 2012


¡Oh No! Mi primera publicación... Que debo escribir? Estoy sentado frente a la pantalla en blanco sin saber que hacer. Mi queridisimo amigo Herrera me dijo: "Ahora vas a tener un lugar donde poner todos tus pensamientos más retorcidos sin necesidad de dar explicaciones. Solo saca toda la mierda". Y eso voy a hacer, pero no hoy.
Sinceramente no tengo ganas de escribir, ademas tengo hambre, y como vivo solo tengo q cocinarme! Lo mejor va a ser publicar algo que escribí hace un tiempo.
Enjoy it!
Entra Que No Te Voy A Pegar 
En éste pequeño cuento voy a tratar de detallar como, cuando éramos pibes chicos, nuestros padres nos sometían a un nefasto terrorismo familiar, la mayoría de las veces aceptable debido a que nosotros teníamos un comportamiento que nada tenía que envidiarle a Lucifer.

¿Quién no se acuerda de aquellas salidas en las que íbamos a la plaza con nuestras madres, tías y primos? Yo todavía era hijo único y cuando me juntaba con mi primo potenciábamos nuestro mal comportamiento, que ya era bastante malo. Cuando ya nos tornábamos muy insoportables mi mama me agarraba de la mano, me alejaba de todos y me decía al oído para que nadie escuche: "vas a ver cuando lleguemos a casa", mientras ponía cara de loca y me tiraba de la patilla sin que nadie nos viera ni me pueda defender de esta agresión sin sentido. Esto me producía un escalofrió instantáneo y borraba mi sonrisa de diablito. Acto seguido volvíamos con los demás de la mano como si nada hubiera pasado, aunque de vez en cuando mi mama me miraba de reojo con su mejor cara de mala y me hacía acordar el oscuro futuro que me esperaba cuando llegara a mi casa. El trayecto de vuelta hasta mi casa se hacía interminable y a medida que faltaba menos para llegar se me aceleraba el ritmo cardiaco hasta tal punto de que parecía que me iba a explotar el corazón. No hace falta explicar lo que pasaba cuando llegabas a casa.
Mi santa madre tiene una paciencia de oro ya que cuando nacieron 2 de mis tres hermanos la cosa se torno bastante jodida. Para colmo éramos todos varones (y seguimos siéndolo, gracias a dios y a Perón.
Siempre pasaba lo mismo, los tres jugábamos tranquila y pacíficamente como buenos hermanos hasta que Federico le arranca la cola a mi Pikachu de un mordisco y yo, de bronca le revoleo una pokebola de plástico por la cabeza. Así comienza un combate épico entre los tres que culmina con la llegada de mi vieja a mi pieza con cara de desquiciada gritando: ¿que pasa acá, carajo? (creo que mi mama no decía carajo, pero así parece más loca). Seguramente encontraba un cuadro dantesco en donde yo estaba cagando a palos al Chino con un palo que alguna vez fue de un caballito de madera y Federico teniéndolo para que no se escape. Al ver esto mi vieja corría a la pieza de ella y nosotros podíamos ver con espanto como abría el primer cajón del ropero y sacaba el cinto de cuero de mi viejo con hebilla de plata y oro con las iniciales CZ.
Al ver esto corríamos a escondernos abajo de la cama, como yo era el más grande me metía primero y me acercaba lo mas que podía contra la pared, después se metía Federico y por último el Chino.
Cuando escuchábamos los pasos de mi vieja caminando a nuestra pieza el corazón se nos salía de la boca. Mi mama gritaba: ¡salgan de abajo de la cama! con una voz endemoniada e impropia de ella, al ver que no hacíamos caso, metía la mano abajo de la cama y arrastraba al Chino fuera, que gritaba como si estuviera frente a el mismísimo diablo. Como era el primero en agarrar se comía la paliza con mayor fuerza. Es indescriptible el terror que yo experimentaba esperando que me llegue el turno, después de Federico, de esa paliza inevitable. En esos segundos antes de que me toque mi turno me preguntaba cosas como ¿Para qué le rompí la cabeza con la pokebola?, o No lo voy a volver a hacer mama, por favor no me pegues, o yo no tuve la culpa, o Federico empezó a molestar y cosas así.
Si había algo bueno en todo este despelote era que cuando me tocaba recibir los cintazos a mí, que era el último, mi vieja ya estaba cansada de azotarnos (bue... tan mala era?) y los golpes que yo sentía no me dolían, igual tenía que derramar algunas lagrimas y hacerme el que me dolía para que mi mama no se diera cuenta.
Después de esto, antes de volver a la cocina, mi vieja nos gritaba: ¡que sea la última vez! ¿Me escucharon?, mientras blandía de forma alocada el cinturón.
Los tres respondíamos con voz cansada de llorar: s...s..Siii mama... sniff... sniff..., y nos quedábamos acurrucados en los rincones de la pieza por horas, hasta que nos llamaban a comer. nos sentábamos en la mesa calladitos y nos servían un abominable plato de lentejas con un bife de hígado (puaj!!!), esta combinación es totalmente mortal y más perjudicial para la salud que el mismísimo vino con sandia, no conozco persona en el mundo que le guste pero nuestros padres lo comían y ponían cara de estar disfrutando un delicioso sabor, pero lo que no sabíamos era que lo único que estaban disfrutando era ver nuestras caras de asco al meternos una cucharada de lentejas en la boca, aparte nosotros llevábamos las de perder porque como hace unas horas nos habían cagado a cintazos por portarnos mal, teníamos que hacer buena letra y comer todo sin decir una sola palabra. Te sentías Dios cuando te terminabas el plato. Mirabas a tus viejos con cara altiva y pensabas para vos mismo: ¡vieron forros que me termine todo y no dije nada!, pero de pronto la sonrisa se te borraba al ver que tu vieja se paraba y te servía un rebosante plato de sopa de verduras y lo apoyaba adelante de vos mientras te miraba con la misma cara altiva que tenias hace unos momentos. Pero me estoy yendo de tema.
Volvamos a las palizas, pongamos el hipotético caso en el que era mi turno de recibir la paliza, si tenía un poco de suerte podía escapar de mi pieza sin que mi vieja me agarre, sentía que tocaba el cielo con las manos y que ya estaba salvado. Salía corriendo al patio de mi casa, un lugar donde era imposible que mi vieja consiga agarrarme. Me escondía atrás de las plantas de mi abuela y veía como mi vieja se acercaba a la puerta y me gritaba: ¡volve adentro Leandro! al ver que yo no me movía de mi escondite, iba hasta mi pieza y traía al mi muñeco de power ranger azul (Billy) que se le daba vuelta la cabeza y de un lado tenía el casco puesto y del otro sin el caso. Se paraba en la puerta y amenazaba con rompérmelo si no entraba. Era mi punto débil. Yo salía como un estúpido de mi escondite y me acercaba cauteloso a la puerta. Cuando mi mama me veía me decía, tratando de poner una voz de buena: entra, Leandro. Yo contestaba: no, me vas a pegar, y empezaba a llorar. ¡Entra que no te voy a pegar, Leandro!, me decía media sacada. Y yo, que sentía que lo que decía por ahí era verdad, creía en sus palabras y entraba despacito. Cuando ya estaba adentro, veía como a mi mama se le dibujaba una cara de triunfo y me encajaba el primero de 57 cintazos (¿tantos?).
Es innumerable la cantidad de veces que caí en este truco.
Igual, para desgracia mía, el tormento no terminaba ahí. Después de haber recibido la paliza, veía como mi mama se iba dejándome ahí tirado mientras me gritaba: ¡y vas a ver cuando llegue tu papa!
El mundo se me venía abajo de nuevo. En ese tiempo todavía creía que Dios me podía salvar, y como un gil me la pasaba rezando rosarios, ave marías y padres nuestros pidiéndole al niño de navidad que mi mama no le cuente a mi viejo la cagada que me había mandado.
Mis hermanos me llamaban para jugar pero no yo no iba, no podía hacer nada sin que el terrorífico pensamiento de la llegada de mi viejo a casa se me haga presente en mi mente.
Generalmente a mi mama se le pasaba bastante rápido el enojo y afortunadamente para mí esto hacia que se evitara la paliza de mi viejo.
Cuando ya éramos más grandes (ya vivía en Santa Fe, seguíamos portándonos como el culo) mi mama implemento un nuevo método de tortura: «La Varita Justiciera».
Como afuera de mi casa había arboles, a mi vieja, siempre tan creativa, se le ocurrió arrancar una rama larga y finita. Pensó que esa iba a ser una buena idea para disminuir nuestros actos de vandalismo infantil. 
La experiencia personal con la varita justiciera hizo que deseara al viejo y olvidado cinturón, ya que si bien la varita no dolía tanto como el cuero del cinto, picaba como la puta madre, y este dolor se prolongaba por años (wtf??) y dejaba marcas irreversibles en la piel (omfg!!).


Queres cortarte las venas? Tomá!



1 comentario:

  1. JAJAJAJA No puedo evitar reirme cada vez que leo este texto, muy bueno. Tenes talento para el humor negro y sarcastico:D

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